Un hombre muerto a puntapiés
Pablo Palacio (página 3)
          Y se portó muy culto:
         -Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero... Eso sí, con cargo de devolución -me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
         Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías.
         -Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
         -Una seña particular... un dato... No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura -el Comisario era un poco alto-; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular... no... al menos que yo recuerde...
         Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
         Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
         Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
         Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra. Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.
         Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
         Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado.
         Cogí un papel, trace las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.
         Después... después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
         ¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
         Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba... trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron... Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
         El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);
         Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años;
         Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;
         Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
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