JORGE REYES
(1905-1977)
SEBASTIAN DE BENALCAZAR
Sebastián de Benalcázar,
uno de los gemelos
echados bajo la cruz negra de Castilla
al encuentro sin nombre del mundo,
la mollera empapada de cielo,
rudos como una blasfemia,
alegres como el pueblo,
no podía emplear todavía la honda
ni correr tras las cabras cuando ya era huérfano.
Creció a coscorrones,
volteando los pájaros a pedradas
y gastando salud como el pan bazo.
Cuando se quiebra el alba
y el viento golpea el bosque como un hacha,
corta leña viva de los árboles
y por la tarde, oliendo a bosque, la acarrea
sobre el borrico caído en una zanja
estira un buen día la pata como un hombre.
Andando de vagar desemboca en Sevilla
con el vientre en un hilo y una barba de lego
y engancha su destino de juerguista a Pedrarias
con el gesto de quien escupiera en el suelo.
Después, de aquí a allá, como cualquier granuja.
Le crece a la intemperie pelambre en las tetillas
y Pedrarias medita "mozo de pelo en pecho".
Por la noche, silbando como un ladrón, saquea.
Su nombre es gallardete de las lanzas
que van quebrando los oscuros pechos.
Enciende como un puro las viviendas
para su regocijo de sembrador de miedos.
En el indio que sabe morir como los pumas
se abre camino su espada de torero.
Y en esta tierra de selvas milenarias
y cúspides enhiestas coronadas de nubes
donde las aves topan sin querer con el cielo,
donde se encuentran hojas que hacen soñar
y hierbas que ablandan los colmillos de las fieras
y el viento es como un potro
que aturden los picachos y los ríos,
por un solo tejón de metales
el hombre de Castilla raspa como los perros
y para violentar a las mujeres indias
besa el escapulario y se santigua.
Así, Sebastián de Benalcázar, granuja,
se hizo conquistador en lugar de torero.
ARRABAL DEL CIELO
Quito, arrabal del cielo, con ángeles que ordeñan
en los establos húmedos del alba,
niñas despiertas en los zaguanes
con los pechos crecidos en las manos,
frailes de bruces en sus noches solitarias,
mientras los campanarios apuntalan los cielos,
cenicientas mujeres enlutadas
pendientes de los confesonarios y las campanas,
patios que comentan las noticias,
cerros para orear las casas,
ventanas que pinchan a los vecinos
con las espinas de las miradas
y en la algarabía de la calle
soldados de aserrín y muñecas con música
y una taberna desvelada.
Ah, y yo, adrede, silbando como un sastre
para que se abra una ventana.
ELEGIA DE LA CALLE DE LA RONDA
¿Dónde están los caballos, los jinetes,
las prostitutas gordas, encaladas,
las botas militares, el silbato
con que ahuyenta su sueño el policía,
las voces de cuchillo que se clavan
en el pecho y la espalda de la noche,
la casa del maestro de retórica,
el patio azul donde moría el cielo
y rondaba el sigilo con sus lutos,
ese mural para marcar la fecha
de la emancipación de los esclavos?
¿Dónde se halla la casa del poeta,
la de Matilde que con su ternura,
con su voz apacible de remanso,
con su boca de extractos digitales,
con su vientre tan libre y vigoroso,
con la espuma compacta de sus muslos
hacía zozobrar a los poetas?
Sólo queda en el fondo la pobreza.
En las habitaciones sin ternura
las palabras soeces se golpean.
Cuatro niños dormidos. Una cama,
un brasero, una olla, una cuchara.
A los muros les duele esta miseria.
Lloran los techos, lloran las paredes,
lloran los esqueletos de los gatos,
y de los perros de ojos ya pintados
por la sombra del hambre y la tristeza.
Derrocarop la casa del poeta,
la casa del maestro de retórica,
la casa en que Matilde regalaba
sus trabajados ocios con desvelo,
el mural para marcar la fecha
de la emancipación de los esclavos,
el patio azul en que moría el cielo
coronado de rosas y de acantos,
para tender un pobre betún negro
y suprimir los hitos de la historia
e ir desfigurando la ciudad
sin conseguir borrarle la miseria.
VECINA
Ahora que está el patio de domingo
y no hay ropa lavada
y en las vasijas no se quiebra el cielo
y los niños, caracolas terrestres,
danzan de lado a lado
con los trompos borrachos
y las bolas que guardan estrellas de colores,
usted y yo, vecina,
nos podemos fiar un gran cariño
y decir, por ejemplo, deme un beso,
usted, buena como un periódico en la mañana
cuando es indispensable echar anda en la vida,
yo, inquilino de una tristeza
por esa mujer pálida como la palabra muerto.
La calle se ha vestido de pañolón de flecos.
Tiene usted unas manos
dignas de atar el nudo de mi corbata,
por la presencia de su boca
ya no chisporrotean mis recuerdos,
aparece usted conmigo en la conversaciones
como los parientes en las fotografias
con dedicatoria al amigo del alma,
y detrás suyo hay una familia contenta
que conoce la utilidad del mondadientes
y mira al cielo para hablar:
"ha muerto el Ambrosio como perro
sin siquiera una cruz entre las manos".
No sé hacer la alabanza de sus ojos,
pero estamos juntos en la tarde que se achica
y mi alegría sube y le muerde los pechos.
Junto a usted me olvido de las constelaciones
y estoy tan sólo aquí y en ninguna otra parte,
sin voz, como los muertos, porque tengo dos manos
y un deseo en el único sitio en que está el deseo.
Sin embargo, quiero que me encargue su corazón
para envolverlo en la esquina de mi pañuelo
y guardarlo en el fondo del bolsillo del pecho.
Así estaré tranquilo
como los toreros en las fotografías.
Los faroles en la tarde son como forasteros.
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