En 1966 Aldo Pellegrini publicó una Antología
de la poesía viva latinoamericana, con el propósito de
que "no fuera un cementerio de la poesía, sino que mostrara
lo que de más vivo y significativo tiene..." Dado que con
igual criterio se ha preparado el presente volumen, utilizo el mismo
adjetivo, dejando constancia de su procedencia.
J.E.A. |
INTRODUCCION Hablar de una "poesía viva" ecuatoriana del "siglo
XX" es, con evidencia, redundante. Entendemos por "viva"
la poesía que se lee y relee1
voluntariamente y no la que nos imponen textos o maestros de escuela,
ni la que forma parte de esa cadena sucesiva e ininterrumpida que proponen,
porque tal es su tarea, críticos e historiadores de la literatura.
Al hablar de la literatura de América (de la que, evidentemente,
no excluye a Ecuador) y, en particular, de la poesía, dice Benjamín
Carrión: "Antes de 1900, no hubo sino raras prolongaciones
de la literatura española..."2
Así, en nuestro país que ofrece aun hoy un muestrario
de etnias, clases y culturas no sé si paralelas o superpuestas,
mas en ningún caso fundidas o entremezcladas, se escribieron
en los siglos XVII y XVIII -pero la "colonia" literaria duró
mucho más que la política?
, en un puro estilo gongorino,
diversas "flores poéticas" tales como epigramas ("A
unos cabellos que dio su dama a un amante a quien pretendía ofrecer
la mano de esposa", de Xacinto de Evia), epístolas ("Carta
a Lizardo, persuadiéndole que todo lo nacido muere dos veces
para acertar a morir una", de Juan Bautista de Aguirre), sátiras
("Epitafio a una calva sepultada dentro de una peluca", de
Ramón Viescas), fábulas ("La araña y la oruga",
de Rafael García Goyena), odas y églogas. O una epopeya
sobre asunto tan distante de nosotros en el tiempo y en la geografía
como "La conquista de Menorca", de José Orozco. Y la
poesía que se escribió en el XIX -Olmedo, Julio Zaldumbide,
Juan León Mera (y siguen siendo de ese siglo, pese a la fecha
posterior de algunos de sus libros, Honorato Vásquez, Remigio
Crespo Toral y hasta Remigio Romero y Cordero)- forma parte de nuestra
historia de la literatura, de nuestros programas de estudios, pero no
de la poesía "viva" (pese a la "vigencia"
engañosa que podría deducirse de la predilección
de algunas declamadoras, y de su público, por "Quejas",
de doña Dolores Veintimilla de Galindo). Y añade Carrión:
"El despertar lírico de los países indo-hispánicos
se produjo, al finar el siglo, con la aparición rubendariana"
y, refiriéndose concretamente al Ecuador: "Solamente a la
altura de 1911 tuvimos los primeros asomos de rubendarianismo"3.
En 1945 fui a Chile. Llevaba en mi maleta más que ropa libros
de poesía ecuatoriana, de la que nos sentíamos orgullosos
todos cuantos sufríamos desde la adolescencia su contagio. Ignoraba
que iba a un país donde abundaban los poetas (aquí, de
lejos, conocíamos, y sólo parcialmente, a Neruda y Huidrobo).
Y no pude hacer circular esos libros. De pronto advertí allí
mi pobreza: no cabía exhibir a nuestros modernistas, allá,
donde habían perdido actualidad poética inclusive los
movimientos más audaces de la segunda preguerra. De la vasta
obra de Carrera Andrade, los títulos más recientes, no
los mejores, eran el "Canto al puente de Oakland" y el "Canto
a las fortalezas volantes". Nos aferrábamos, eso sí,
a Hélices de huracán y de sol, de Escudero, como a una
poesía contemporánea de nosotros y de sí misma.
Sabíamos que existían Hugo Mayo y Gangotena, pero no se
encontraban obras suyas: las del primero, que había comenzado
a escribir en 1921, sólo se editaron a partir de 1975 y las del
segundo, que publicó desde 1928, sólo se tradujeron en
1956 (tales son sólo dos muestras de nuestro mal comportamiento
nacional con la poesía). Por otro lado, no teníamos aun
una valoración justa de la renovación poética emprendida
por Ignacio Lasso, Jorge Reyes, Augusto Sacoto Arias, José Alfredo
Llerena..., en parte porque sus libros, agotados, no se reeditaron sino
mucho después. En 1989 preparé una antología bilingüe (español-francés) de la poesía ecuatoriana del siglo XX, en la que figuran 50 autores. Creo que esa muestra -y espero que la presente también- justifica, ahora sí, cualquier orgullo de nacionalismo poético que podamos sentir quienes reconocemos que la poesía es nuestra primera patria. O sea que en los 40 años últimos adquiere mayoría de edad la poesía ecuatoriana, gracias a la publicación de nuevas obras (véanse las "Notas sobre los autores" al final del volumen) y a la aparición de nuevos poetas (véase el "Índice cronológico de autores"). Lo que viene a justificar, una vez más, la identificación de "poesía viva" ecuatoriana con la del siglo XX. Nuestra fijación, tratándose de poesía, en la
"generación decapitada"4
de comienzos de siglo sólo es comparable a la que tenemos en
la "generación del 30" en materia de novela: tal vez
porque ambas señalan el comienzo de un camino. Son, en efecto,
Borja, Fierro, Silva y Noboa y Caamaño quienes inauguran en Ecuador
no sólo la poesía "viva" sino la poesía
a secas: la establecen como vocación y destino en un país
donde, con excepciones históricas, había llegado a ser
sólo distracción ocasional de ex presidentes, ex embajadores,
ex ministros y sacerdotes o adorno de señoras ociosas. (Tal vez
de allí vino la creencia, generalizada hasta hace relativamente
poco, de que la poesía era ocupación de quien nada tenía
que hacer.) Y la establecen como condena y desgarramiento. Por eso he
señalado5 que pagaron
muy cara, con su vida, la comprobación de que toda gran poesía
es antiburguesa, porque la burguesía es antipoética: Borja
y Silva se suicidaron a los 20 años; Fierro y Noboa terminaron
de morir, antes de los 40, como oscuros funcionarios públicos,
lo que, para poetas que, por añadidura, se consideraban aristócratas,
era otra manera, ésta prosaica, de suicidarse. Y me ha parecido
verlos crucificados entre su "aristocracia" y una situación
económica venida a menos, de lo que dan prueba ese triste final
de burócratas y la queja de Borja contra "las fieras de
los acreedores/ que andan por esas calles como estranguladores". Hemos sido injustos: o los hemos criticado (a veces, inclusive en la
acepción de "censurar las acciones ajenas"), midiendo
su obra con la vara de nuestros principios, en lugar de situarla en
su contexto ideológico e histórico; o se ha tratado de
atribuirles valores, alguno de ellos notoriamente inexacto, como el
de un supuesto "contenido popular" de su poesía, "hallazgo"
atribuible, seguramente, al hecho de que sus poemas han servido de letra
a algunos pasillos6: pese
a todo, expresaban -aunque desde otro punto de vista y por diferentes
razones- ese sentimiento general de frustración constante que
se manifiesta de vaga manera en la queja plañidera por el "sino
cruel" y la desgracia, inevitablemente asociada al amor imposible,
contrariado o inconstante. Ha viciado nuestro juicio, además,
la ternura que suscita recordar que terminaban su existencia poética
-y dos de ellos inclusive su existencia física prácticamente
antes de haber vivido (no había recorrido su "planta ni
siquiera/ la mitad de la senda de que habló el Florentino",
dice Silva, quien, en otro texto, se queja: "¡Me son duros
mis años -y apenas si son veinte-"), puesto que, coherentes
consigo mismos y con la poesía, luego de invocar insistentemente
a la muerte fueron a buscarla, a diferencia de muchos románticos
que, tras haberla llamado, huyeron de ella. Si estéticamente -y humanamente ¿no?- se tenían
por aristócratas (sabían que no lo eran: en nuestro país
jamás ha habido nobles sino descendientes de encomenderos, que
se compraron un título, lo que aquí sólo sirve
para provocar risa), era consecuente que decidieran aislarse, más
por higiene que por desencanto, de la sociedad "vulgar" en
que estaban condenados a vivir: "¡Qué fuera de nosotros"
-dirá Borja en un poema- "si no nos refugiáramos
como en una barrera/ inaccesible, en nuestras orgullosas capillas!".
Incluso Silva, de extracción humilde, adhirió a esa actitud
aristocrática de su generación, que parece propia del
modernismo. ¿No fue, también en eso, su modelo Rubén
Darío, "el indio chorotega con manos de marqués"? Alguien los llamó "profesionales del llanto". Es verdad
que en la historia de la literatura, por lo menos en lengua española,
jamás como en ese periodo se habrá empleado tantas veces
la palabra "melancolía". (Me he preguntado, además,
si su poesía no confiesa, a más de una innegable vocación
para la nostalgia, ser víctima de la rima: al fin y al cabo,
"dolor" es la primera palabra que la mente romántica
asocia con "amor" y "muerte" llegó a ser
casi el correlativo de "suerte".) Silva habla de su "dolor
exquisito" y Borja se propone cantar el "dulce orgullo de
sufrir". Y estos ejemplos son elocuentes: porque sucede que la
"generación decapitada" responde, como ninguna otra
(ni siquiera la del 30), al concepto de generación literaria
-edad similar, igual sensibilidad, el mismo programa y una común
manera de expresión- hasta el punto de que el "yo poético"
no sólo expresa, como en una confesión, al "yo biográfico"
de quien escribe, sino que es también, en cada ocasión,
portavoz de los demás. Si se consideraban aquí como desterrados es porque resulta imposible
escapar a la realidad: se puede soñar, pero siempre se despierta.
Ellos mismos labraron su mal, pero no por eso les dolía menos.
Tras haberse fabricado una cultura neoclásica de pacotilla -Fierro
sueña con una "Ninfa que habita el Danubio", a la que
"la llamaba Náyade/ por sus marfiles griegos"; Borja
evoca a una amiga diciéndole: "Serás una dogaresa
veneciana"; Egas descubre en la que ama una "elegancia regia
de emperatriz latina'-, no tienen más remedio que regresar cada
día a una realidad nacional con clases dirigentes mediocres,
chatas, de ningún modo cultas y menos aun "nobles"
y con una población mestiza, hambreada y con piojos. (¿No
había el maestro Darío hablado también de "un
pueblo municipal y espeso"?) Y no pudiendo conformarse con las
burguesitas ignorantes y desgarbadas, hijas o esposas de groseros hacendados,
menos aun con las muchachas mestizas o mulatas del páramo o del
trópico, amaban, en lejanos paisajes de bruma, a desconocidas
princesas elegantes y finas pero, ante todo, blancas y rubias. Pero
esa evocación romántica, puramente literaria -"Era
rubia y nostálgica cual una/ princesa de romance castellano"
(Noboa); "Tienes una apacible blancura de camelia" (Fierro)-,
en Egas es tan obsesiva ("pareces hecha con blancor de espuma",
"tiene los bucles rubios, las miradas azules', "su cabecita
rubia/ es como el sol de la mañana fría", "la
seda fragante de tu melena rubia") que, confrontada con la verdad
cotidiana, casi podría denotar un rechazo global de nuestra realidad
humana. Por otra parte, esos poetas no tratan de ocultar y hasta proclaman
un evidente desdén por los asuntos públicos, como expresión
mayor de la "vulgaridad" de la vida, actitud que es, sin duda,
característica del modernismo (con la excepción ejemplar
de José Martí). En su poema "El precepto" dice
Silva: "Deja la plaza pública al fariseo, deja/ la calle
al necio y tú enciérrate, alma mía"; por su
parte, Borja escribe: "...esta vida de Quito,/ estúpida
y modesta, está hoy insoportable/ con su militarismo idiota e
inaguantable". Noboa y Caamaño admite su "desprecio
al presente" y "mirar hacia el futuro con un hondo terror".
De ahí que Borja, en su "Epístola" "al
señor don Ernesto de Noboa y Caamaño", tras hablar
de "malolientes intrigas, jueces, leyes y miles de expedientes"
que hacen "el cuotidiano horror más horroroso", le
recuerda: "Tú dijiste en momento de genial pesimismo: `Vivir
de lo pasado... oh sublime heroísmo!'". (Sin embargo, en
lugar de ver todo ello y de explicarlo, se los ha acusado demasiado
de haber criado cisnes en el trópico, sin recordar que esa fauna
exótica habitó y comenzó a devastar la poesía
"modernista" desde el célebre "tigre de Bengala"
de Darío.) El esnobismo aparece entonces como una solución a su inadaptación
a las formas de vida burguesas que trajo consigo la Revolución
Liberal, y va desde el deliberado cultivo de sus diferencias con un
público lector considerado como tan distante de su estirpe que
no merece tenerse en cuenta, hasta un alarde de la vida bohemia: Noboa
y Caamaño proclama en un soneto: "Amo todo lo extraño,
amo todo lo exótico;/ lo equívoco, morboso, lo falso,
lo anormal;/ tan solo calmar pueden mis nervios de neurótico/
la ampolla de morfina y el frasco de cloral": manifiesto y programa
de toda una generación. Era natural que Francia fuera para los modernistas el paraíso
al que no los dejó entrar o del cual los expulsó, en sueños,
la desventura: la cultura francesa reunía cuanto amaban: aristocracia,
drogas, poesía. Y la fascinación que esta ejerció
en ellos es tal, que, según Benjamín Carrión se
pasó "de la colonialidad (sic) poética española
(...) a la colonialidad poética francesa. Pero (...) estos hombres
jóvenes y fuertes, salvajes e ingenuos7,
no podían llegar a la entraña del canto francés,
producto de una civilización burguesa en clímax"8. Y es cierto: citaban mucho al "padre Verlaine", a Rimbaud
y, sobre todo, a "ese loco divino: Baudelaire", pero no fueron
simbolistas. De una sensualidad más bien módica, no se
encuentran en su poesía las exclamaciones de éxtasis de
la voluptuosidad de Verlaine; ni la conciencia de la fatalidad del pecado
ni esa "doble postulación satánica y angélica"
de Baudelaire (cuando más se parecieron a él en un dandysmo
pobre, adaptado a las posibilidades locales, y en la afición
a las drogas; y cuando Noboa y Caamaño dice: "Amo las cosas
mustias, aquel tinte clorótico/ de hampones y rameras, pasto
del hospital", semejante declaración de amor parece responder
a una imitación literaria superficial antes que a una identificación
con el poeta francés); ni esa intención blasfema en que
se confunden poesía y rebelión contra la moral, ni el
deseo de vivir una aventura vital extrema, la de "ladrón
del fuego", de Rimbaud; menos aun la concepción que Mallarmé
tenía de la poesía como una experiencia metafísica
capaz de "abolir el azar" que reina en la creación,
transponiendo los objetos al plano del espíritu. Se quedaron
apenas en la melancolía desencantada y en la distinción
lánguida de Samain. Rasgo distintivo del modernismo en América fue trabajar con
el lenguaje y explorar todas las posibilidades del castellano (baste
citar, nuevamente y siempre, a Darío, y también a Lugones,
a Martí, a Herrera y Reissig...), pero en Ecuador iba a ser la
generación posterior a la de los modernistas la que lograría
para la poesía una nueva orquestación de una lengua que,
tras haber sido ajena durante algunos siglos, era ya nuestra en el habla
urbana. E iba a ser nuestra también en la poesía9. Se sabe que a la matanza del incipiente proletariado de Guayaquil,
el 15 de noviembre de 1922, siguió un temblor, como de tierra,
de la conciencia nacional: hacia 1925 se organizan los partidos de izquierda,
en 1930 comienza, con Los que se van, una novelística "de
denuncia y protesta". Sacudimiento de la conciencia poética
también: "Desde ese día hice la promesa de consagrar
mis esfuerzos a la defensa de la clase oprimida", dice Carrera
Andrade en su autobiografía El volcán y el colibrí,
publicada en México, en 197010.
A los partidos recién organizados van a adherir, en primer lugar,
los poetas de la "vanguardia": tras Carrera Andrade y Escudero,
el precursor Hugo Mayo; luego sus continuadores, Reyes, León,
Lasso... Esta generación, que pone fin a la nostalgia del pasado
y a la del ilusorio país donde vivían los poetas, enfrenta
junto a los novelistas de ese mismo momento- diferentemente la realidad:
la rechaza, sí, igual o más que los modernistas, pero
no por "vulgar" sino por injusta, y no para huir de ella,
lamentándose por su suerte, sino para combatirla, porque ella
no es el destino. Influyen también en el pensamiento y en la
actitud de esta generación -o sea, en su poesía-, la Revolución
de Octubre, la Revolución Mexicana, la revolución del
surrealismo. Pero, al igual que en la novela de la época, se
trata de una visión relativamente distante de la realidad social,
en virtud de la cual se actúa por simpatía con el oprimido,
no por identificación. (Cabe señalar aquí que,
independientemente de las escuelas literarias, de su comportamiento
cívico e inclusive de su militancia política, el poeta,
entre nosotros, ha estado siempre en pugna con la sociedad o, por lo
menos, con algunos aspectos de ella.) Hugo Mayo es mayor, con un año, que Medardo Angel Silva y, sin
embargo, ya en 1920, decide luchar contra todas las formas de la retórica
modernista11. Realizó
por su cuenta e introdujo en el país los más audaces experimentos
de avanzada de la vanguardia: desde el surrealismo hasta el creacionismo,
desde el ultraismo hasta el estridentismo. Solitario e insólito
(a la aparición de sus primeros poemas, un crítico publicó
en un diario un artículo titulado: "Un loco anda suelto
en Guayaquil"), no tuvo en su momento nadie que le siguiera: se
ha dicho que "su generación fue él". Y porque
en él se encontraba ya en potencia, y hasta en acto, la poesía
a la que, de otro modo, habrían estado destinadas las generaciones
siguientes, no hubo quien se apasionara más que él por
las corrientes nuevas o novedosas. O sea que, después de Mayo,
no habrá rupturas violentas: la poesía seguirá
su camino; nunca quieta, se mirará críticamente para cambiar
de curso, alimentarse de otros lenguajes, crecer, pero sin sobresaltos,
sin declararse la guerra a sí misma por su propio pasado. De
ahí que la curiosa diatriba que en 1929 escribe Miguel Angel
León contra los "ismos", parece destinada únicamente
a sus creadores y seguidores europeos, en una afirmación chauvinista
del papel redentor de la poesía que, en contrapartida, correspondería
a los latinoamericanos. Dice: "Pasada la labor negativa del saltimbanquismo
y el humor clownesco de los poetas Dada, que supieron hacer atambores
fantásticos de los vientres adiposos de los burgueses, pasado
el surrealismo con sus acordes wagnerianos de la subconsciencia freudiana,
cuya expresión ectoplasmática reventaba las escleróticas
miopes, pasado el simún del futurismo acrobático y patriotero,
pasadas todas estas escuelas de vandalismo civilizador que maceraron
con las pepsinas de la carcajada la mortecina clásica, evacuada,
luego, por el torrente del espíritu moderno en excrecencias viscosas
hacia los acantilados higiénicos del olvido; urge la labor constructora
de nuevos valores literarios y esto nos toca primariamente a los poetas
de América"12.
(Señalaba yo, en la antología bilingüe ya citada,
que, por fortuna, León fue mejor poeta que crítico, entre
otras cosas porque su poesía, provinciana en el mejor sentido
de la palabra, no empleó, no podía emplear, semejante
lenguaje pintoresco y barroco.) La "vanguardia" -¿y no es esta casi su definición?
introduce por primera vez en la poesía elementos nacionalistas:
de ahí que exhiba, orgullosa, una toma de conciencia de América,
en virtud de la cual abandona a Europa como punto de referencia (en
última instancia, podrían encontrarse en ella ecos de
la poesía "prosaica" norteamericana); asimismo, hace
de la poesía la ocupación intelectual primordial: sólo
a partir de los años 40 habrá poetas que publiquen un
número mayor de novelas, cuentos y obras de teatro, que de libros
de poemas. Y junto con la diversificación técnica aparece
una diversidad temática, gracias, en gran parte, a la irrupción
de las cosas como tema de poesía. Carrera Andrade, que había
tenido como maestro a Francis Jammes al tratar "la naturaleza humilde
de las cosas", publicó, en 194013,
tras una corta permanencia en Japón, Microgramas, nombre con
que cultivó una suerte de haikai (y podría decirse que
en gran parte de sus poemas posteriores cada verso es un haikú).
La importancia de ese libro no es la novedad14,
aparente, sino la (escondida) del descubrimiento de los objetos para
la poesía. El propio Carrera Andrade señala que "en
el romanticismo y en el modernismo se concedió poco lugar a las
cosas, y éstas servían sólo de ocasión para
probar la maestría del lenguaje, efectuar juegos musicales o
presentar la decoración de fondo del poema. Unicamente en la
época moderna -para ser más precisos, después de
la primera guerra mundial- se han llevado a cabo tentativas más
o menos felices para dar a las cosas el sitió que les corresponde
en el mundo de la poesía".15
Se comienza entonces a elevar los objetos a la categoría de tema
del canto junto al hombre y su destino: la poesía se vuelve,
pues, "objetiva": desde el "intento de regreso a la infancia
del mundo", para nombrar y describir las cosas ("Entre la
arena es la concha/ lápida recordativa/ de una difunta gaviota",
de Carrera Andrade), hasta una suerte de "epopeya cósmica"
("Torrentes, torrentes, rieles de Aldebarán/ por donde se
deslizan los trineos", de Gangotena), pasando por una inusitada
épica lírica ("Mis brazos se agigantan como trombas
oceánicas. Y estoy solo/ ante mi eternidad, como los dólmenes",
de Escudero). Estos poetas amaron más la diplomacia que la muerte16,
viajaron en lugar de soñar con países y, en vez de sufrir
de nostalgia, vivieron largas temporadas en París: Gangotena
escribió la mayor parte de su obra en francés (Carrión
no lo incluye en su Indice de la poesía ecuatoriana contemporánea
y Carrera Andrade lo traduce al castellano en su Poesía francesa
contemporánea). A partir de ese momento, y gracias a la utilización de lo que
Octavio Paz llama "el habla del siglo (...) para distinguirla de
las hablas sin tiempo del campesino, el clérigo y el aristócrata"17,
la poesía estalla hacia todos lados, hacia todos los temas, hacia
todas las formas: será difícil, a partir de entonces,
entregarse a ese pasatiempo antiguo e inútil de, rehuyendo definir
"lo poético" -pero identificándolo íntimamente
con "lo hermoso" y "lo encantador"-, diferenciarlo
de "lo prosaico". Se explotan todas las posibilidades del
lenguaje; se reniega de la Poesía con mayúscula, se la
derriba del pedestal en que la habían colocado los románticos
y su público; la metáfora se convierte en sujeto, ya no
sólo figura retórica, de la poesía; adquiere pleno
derecho de ciudadanía literaria la poesía "negrista"
que, a más de rebelarse en su lenguaje contra una poesía
"blanca" y culta, introduce en ella los ritmos musicales y,
en particular, los de las canciones de remoto origen africano; se retoman
las formas antiguas con métrica y rima --e1 alejandrino, la décima
real, el soneto...- sólo para afirmar lo moderno: la ironía,
la crítica dictada a veces por la amargura, inclusive la cólera... Comienza, también, una poesía conceptual, "apta
sólo para intelectuales". Con excepción de la escritura
hermética -hecha de física, filosofía y metafísica-
y, no obstante, libre, desencadenada y torrencial, profundamente anticartesiana
de Gangotena, y pese al purismo formal clásico por el que iba
a encaminarse Escudero, no siempre, ni siquiera con frecuencia, se trata
de una poesía "difícil", incomprensible, para
el lector. (Aun hoy día -medio siglo después- hay quienes
se empeñan en reclamar una poesía "fácil",
quizás porque ignoran que le corresponde -nada menosdescubrir
el lado oculto de las cosas y revelar los misterios del lenguaje; quizás
porque no está destinada a especialistas: de ahí que a
nadie se le ocurre pedir "facilidad" a la filosofía,
ni a la física nuclear, ni a las matemáticas modernas.)
Lo que la vuelve "intelectual" es la novedad del tratamiento
directo del tema y de la variedad de formas, que no corresponden a lo
que tradicionalmente se entendía por poesía, se leía
y hasta se cantaba: desaparecen para siempre el intimismo, la confesión
complacida de la derrota, la exaltación de la pena, la exhibición
de la llaga. Y hay en los escritores un saludable olvido del lector:
no el distanciamiento por desprecio, de los modernistas, sino la entrega
sin concesiones a la creación poética en sí. El
lector deberá, pues, admitir ahora que el lenguaje poético
puede ser, paradójicamente, construido a partir del habla cotidiana
y popular, ecuatoriana: "y yo, adrede, silbando como un sastre"
(Reyes); deberá aceptar otro tipo de imágenes: "La
tarde -forastera venida a las faenas-" (Lasso) y de metáforas:
"se le agota/ la tinta ideal de su pupila/ del mismo modo que tu
plumafuente" (Sacoto Arias); y conocer ciertos referentes culturales:
"Quería olvidar que Wallace Beery se llevó la lente
más grande de Saratoga con su muerte" (Llerena). El mal comportamiento nacional de que he hablado más arriba
(a propósito de Hugo Mayo y de Gangotena; debí agregar
el caso de Miguel Angel León, con Labios sonámbulos, que
él publicó en 1921 y que pude reeditar apenas en 1954)
se aplica también a estos poetas: Escafandra, de Lasso, de 1934,
sólo volvió a aparecer en 1957 en un volumen de Ensayo
y poesía; Sismo y Exhortación a la muerte, de Sacoto Arias,
de 1940, y Agonía y paisaje del caballo, de Llerena, de 1934,
no han vuelto a editarse, que yo sepa, hasta hoy. De ahí que
los poetas jóvenes, y menos jóvenes, desconozcan a algunos
de sus predecesores o se asombren al descubrir hoy día, por ejemplo,
que mucho de lo que creíamos ser la revolución poética
de los años 60, estaba ya, por lo menos en germen, en la poesía
de treinta años atrás . De entonces a hoy los autores se toman a sí mismos y toman las
cosas menos en serio: hacen burla de la historia (Tobar García,
Nieto Cadena), se ríen de la mitología (de la Torre Reyes,
Estrella), de la poesía (Arias) y hasta de sí mismos (Ortiz,
Preciado). El amor está siempre presente, como en toda la poesía
del mundo, pero ya no es tan importante y los poetas logran verlo desde
lejos, desde afuera. La muerte, en todas sus dimensiones, seguirá
siendo tema recurrente a lo largo de nuestra poesía, pero ya
nadie la llama, sino que se deja constancia de sus trabajos, como en
un inventario (Díaz Ycaza, Villacís). Y la presencia de
Dios, tan tenaz como la muerte y, como ésta, ambivalente: desde
la búsqueda, inclusive por los tortuosos caminos de la magia,
la masonería, la doctrina esotérica y otras ciencias ocultas
-que le condujo al encuentro del hombre- de Dávila Andrade, hasta
la duda y certeza de su existencia de Astudillo y la adhesión
blasfema de Granizo. En cuanto a la fascinación de la "forma"
-verdadero "fondo" de la poesía-, ésta alcanza
límites extremos de tensión del lenguaje y de la imagen
en el universo mítico de Dávila Andrade y, recorriendo
múltiples vericuetos, llega a la experimentación lingüística
de Jara Idrovo, cuyas técnicas frecuentemente se acercan a las
de la música dodecafónica y serial. La poesía se
convierte a menudo en narración (Zabala, Pazos, Egüez),
la anécdota adquiere las proporciones de una metáfora
continuada (la lista es larga: iría, más o menos, desde
Ortiz hasta Ponce); tan pronto se retorna al rigor castizo (Cazón
Vera) como se avanza, con una mezcla de espontaneidad y audacia, hacia
el lenguaje del suburbio (Balseca). Y hay, prácticamente en todos,
una actitud crítica, constante y lúcida, de la realidad
nacional, a la que sólo se le perdona el paisaje. Además,
la nueva poesía es realmente nueva: desfachatada, malhablada,
cotidiana, popular, audaz, irreverente. Es, también, voluntariamente
política -contra el sistema y contra la explotación, que
viene a ser lo mismo: Egüez, Granda, Vinueza, Jaramillo- y sensible
a lo que sucede en el mundo: la bomba de Hiroshima y la Revolución
Cubana, la guerra de Vietnam y la agonía de Chile o la de los
niños del Líbano. Y alude, con sorprendente frecuencia,
a la mitología griega, en una actitud que la realidad cultural
de nuestro continente explica: porque vista desde este lado del mundo,
más aún desde este rincón del mundo, y cotejada
con él, da lugar a la misma ironía que a veces suscita
nuestra historia patria; y porque esa mitología nos pertenece,
junto con las mitologías maya, azteca, inca... Y en eso reside
una parte de nuestra gran riqueza. En el prefacio a su Anthologie de la poésie française,
que tanto escándalo causó en su época, dice André
Gide que "la idea de lo que es o debe ser la poesía varía
con cada generación, así como varía de un pueblo
a otro"18, a lo que
cabe agregar el hecho de que cada generación considera su criterio
como infalible. De ahí que haya quienes se pregunten si los más
jóvenes recuerdan la recomendación de Ezra Pound: "No
repitas en verso mediocre lo que ha sido dicho en buena prosa".
Pero todos, tanto críticos como lectores, se abstienen de decir
lo que con frecuencia piensan: que "eso no es poesía".
Porque entrañaría la difícil, peligrosa, imposible
y tonta pretensión de saber qué cosa sí es poesía.
Particularmente en un país en el que la poesía ejerce
tanto prestigio y seducción que han llegado a constituir elementos
de la cultura popular esa excrecencia del mal teatro español
que es la declamación, esos "poemas" escritos para
la sección de defunciones ,y los suplementos literarios de los
periódicos o para la coronación de reinas de belleza de
la provincia, esos folletos de una vocación que dura lo que el
primer idilio de su autor y que éste, por fortuna, abandona al
segundo desengaño; y otros primeros libros de poesía,
fervorosa de adolescencia o juventud, a los que no siguió ninguno
de severa madurez19. A esa "idea de la poesía" de cada generación, de que hablaba Gide, se suma la preferencia personal del autor de la antología, que, como es natural, no está sujeta a aprobación ni a plebiscito: lleva su firma de responsabilidad. Se advertirá, sin embargo, que he incluido aquí, contra mi criterio, a algunos (pocos) autores que, aunque no responden al propósito del presente volumen, están "vivos" en ciertos sectores del público lector. Pero su inclusión no desvirtúa el hecho de que aparecen aquí, junto a nuestros clásicos, los que podrían ser nuestros "clásicos del futuro". He tratado, por otra parte, de conjurar el peligro de que esta antología sea, como califica Aldo Pellegrini a la mayoría de ellas, "un cementerio de la poesía", y he evitado resolver el problema "incluyendo por un lado a los amigos y por el otro a los poetas que tienen éxito. En la mayoría de los casos, ni de unos ni de otros queda, con el tiempo, nada, con lo que resulta ampliamente cumplida su función de cementerio" 20. No figuran aquí algunos amigos (que quizás por ello dejarán de serlo) y no sé quiénes puedan ser entre nosotros los poetas "que tienen éxito". He preferido, más bien, recordando, por pertinente, la sentencia bíblica, reservar mayor espacio a los "escogidos" antes que reproducir los mejores poemas de los "llamados". Finalmente, no he respetado el orden cronológico de los poemas de cada autor, criterio "pedagógico" de algunas antologías que se desprende de una supuesta "evolución" del poeta, lo que es grave, puesto que equivaldría a afirmar que hay una evolución de la poesía. Jorge Enrique Adoum Jorge Enrique Adoum nació en 1926. En Chile fue secretario personal
de Pablo Neruda. Tras haber sido director de las ediciones de la Casa
de la Cultura Ecuatoriana y Director Nacional de Cultura del Ministerio
de Educación, viajó por Egipto, Japón, India, Israel
y China. De 1969 a 1986 fue funcionario de las Naciones Unidas en Ginebra
y luego de la Unesco en París. En 1987 volvió a su patria. Ha publicado libros de ensayo - Poesía del siglo XX (1957); La gran literatura ecuatoriana del 30 (1984); Sin ambages (1989) -; dos obras de teatro - El sol bajo las patas de los caballos (1972) y La subida a los infiernos (1981), traducidas a diversas lenguas- y una novela, Entre Marx y una mujer desnuda (Premio Xavier Villaurrrutia, México, 1976, traducida al francés). Su poesía: Ecuador amargo (1949); Notas del hijo pródigo (1951); Los cuadernos de la tierra: 1. Los orígenes, Il. El enemigo v la mañana (Premio Nacional de Poesía, 1952), 111. Dios trajo la sombra (Premio Casa de las Américas, La Habana, 1960), IV El dorado y Las ocupaciones nocturnas (1961); Relato del extranjero (1953); Notas del hijo pródigo (1959); Yo me fui con tu nombre por la tierra (1964); Informe personal sobre la situación (1973); No son todos los que están (1980). En 1989 recibió el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo, por el conjunto de su obra. 1 A la lectura, en Ecuador
habría que añadir el canto, puesto que buena parte de
la letra de los pasillos más populares proviene de la cantera
modernista, y algunos de esos poemas están vivos en la memoria
de nuestro pueblo. Eso justifica la presencia de José María
Egas, por ejemplo, en la presente antología. |