FRANCISCO TOBAR GARCÍA
(Quito, 1928)

SCORPIO

I
(Fragmentos)

Antes de comenzar el día,
cuando el último río de la noche
desemboca en una mar como el silencio
y queda el mundo suspendido,
como si un Dios enfermo, con los brazos
de un niño, contemplase aquel milagro
y, jugando con él, viera en el mundo
sólo una forma
-esa marea de dolor, de renovada
furia o deseo, mientras nada cesa-
en la agonía, en la renunciación,
puede caber aún este milagro:
un alma que otra vez se yergue
atónita a mirar la selva espléndida,
porque es probable que el amor exista.

Envejecen los árboles en donde
el viento alguna vez, rotas las guías,
se detuvo a mirar
un nido, el seno aprisionado ...
Envejecen los labios
cansados de implorar a los dioses de sombra.
Todo aquello que nace
está ya condenado a la vejez
y la madre que exulta, cuando ha nacido el hijo,
en medio de su júbilo rechaza
la copia fidedigna de la muerte.
Sin embargo, ya cerca de Ella misma,
en el terror y en la esperanza,
me ha asaltado la dicha, como una extremaunción:
¿es cierto que mañana, de regreso a algún sitio,
veré crecer mis manos,
acariciarte, pura y nueva forma?

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Y cuando al fin, rodamos en el ático,
entre la suciedad y los recuerdos de la infancia,
como una selva primorosa, donde el tigre y la serpiente
son de un vago color de lapislázuli,
y luego nos miramos sin saber quién es el otro,
¿hay, una mano, di, para salvarnos
de morir de terror arte el anuncio del pecado?
¿O el ángel que guardaba el paraíso
no es más que otro fantasma de la alcoba
o nuestra madre aún, con los ojos llameantes?
Ay sombras, sólo
sombras mudables
que el instinto maneja con gran indiferencia...
¿Ahora lo comprendo y es muy tarde?

V

(Fragmentos)

En el bosque lejano, donde la luz purísima desbanda
esa legión de insectos o dorados papeles,
en esa lejanía antes poblada
por ángeles y bestias, por caballos alados,
unicornios y dulces criaturas de la aurora,
vuelve a escucharse este silencio repetido.
Un día ellos huyeron al contemplar desnudo al hombre,
en su imperfecta desnudez que sólo
fue un hábito siniestro,
¡luego de haber ganado inútilmente la batalla!
Ah la vergüenza combatió su orgullo
y, en vez de rebelarse, con una mueca triste,
aceptó su destino.
En el lejano bosque, donde la mar se vuelca...
sobre cuya sinuosa superficie las aves
navegan hacia el fondo misterioso del crepúsculo,
intentaré mi vida.
El terror son las manos vacilantes
en la dispersa oscuridad: los árboles son tantas
otras protestas que sostiene el silencio y el tremar
de las estrellas. Manos de ciego, lerdas, implorantes,
que esa fría ansiedad palpan atónitas.
¿Mas a quién invocar si hemos herido a nuestros dioses?
¡Oh sombras, cuántos siglos nos prometen
la nueva senda v cómo desde entonces
nada ha podido remplazaros, esculpidas
a lo largo del viaje carretero!
Nada puede igualar a la pueril mirada de estos mudos espectros
que en la otra orilla de la Historia claman...
Estatuas semejantes al olvido más próximo,
quienes fueron piedad ausente y grave
¡en el ruido creciente de las máquinas!
A ti me vuelvo, naturaleza cómplice,
cielo cercano y enemiga del cielo en apariencia,
del que hoy debes fingir ser prisionera y callas
en un clamor oculto.
Oh llamas de la augusta selva de bronce
para ser devorados por máquinas y números.
que un verde oscuro de otro infierno libra y lo lanza
contra los muros azules y eternos.
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HIMNOS A SYDIA

¿Por qué he venido a buscarte en lo más lóbrego del bosque?
¿Acaso eres el gamo que se esconde al sonar las trompetas de la cruel cacería?
¡Tú eres la Luz, la Vida, la verdadera vida que se opone
a las caricias falsas de quien persigue al hombre
y al fin rehuye el íntimo abrazo donde un instante asoma la
eternidad!
Pero también te he perseguido en otros sitios innombrables
y he llorado de vergüenza, porque estabas desnudo,
aunque yo haya perdido esa triste vergüenza de la carne.
Te he buscado en la senda anochecida, en los cuerpos yacentes.
de las mártires que hacen ofrenda de sus lágrimas a los dioses
de arcilla,
en la pagoda iluminada por los bonzos flameantes y en el circo,
mientras giraban las cometas y el Gran Oso imponía espanto en
la salvaje muchedumbre.
A veces, en el lecho, después de haber saciado mi boca con
inmundas promesas
y atado tu silencio a mi silencio, como un perro a la cola de
otro perro,
creyendo que te odiaba, he llegado hacia ti...
y aun en ese instante supremo te he negado!
Para mí no han existido la casa más oscura ni el burdel
suspendido en las breñas como un encantamiento;
donde los hombres temen aventurarse,
he llegado y he visto, a través de los toscos vitrales de Chagall,
en la vacía oscuridad tu Cabeza sangrante
y he escuchado los golpes del martillo! Y tus manos
seguían intactas como extrañas mariposas!
Pero jamás he andado como ahora tan cerca cíe la muerte,
en la ciudad que envuelve como una soga el río lentamente,
complaciéndome en lentos pensamientos de lujuria y
destrucción.
Puedo decirte ahora: que ya conozco todas tus iglesias,
donde otra oscuridad, diferente de todas, parecida a la ausencia
es apenas un Eco de tu Voz que resuena en el desierto...

He vagado en las calles sin alma, dentro del imposible,
alejándome en círculos de mí mismo, a sabiendas,
con esta culpa que me roe, los filísimos dientes en el pulso,
y he estado en la mitad de la tierra
cuando los grandes vientos
se llevan nuestras súplicas,
se llevan de la tierra vacía, que gira inútilmente
mientras los ebrios cantan cogidos de la mano!
Amanecí desnudo como Tú, colgando de mi sombra
y vi a mis pies
animales inmundos que hociqueaban entre los desperdicios!

Señor, te amé desesperadamente,
con las uñas,
con los pies y las manos, a pesar del infierno,
con esta fuerza ajena de todos los sentidos!
Te he gritado, te he oído, te he palpado y hundido mis manos
tus llagas:
te he mascado como un caballo el freno
y, sin embargo,
no seguiré tu huella
y me rebelaré contra mis padres y las leyes brutales y
ordinarias
hasta que un día tomes mi cuerpo entre tus brazos
y des término al día y en la noche descanse
como un perro sin amo a la orilla del Templo!

PAZ INFAME

Tú extrañas el país donde los vientos
arrancaron de cuajo los sueños verdecidos apenas,
donde las catedrales
de piedra y de pavor
desafiaban los siglos.
¡Oh las torres que hendían el aire casi duro
tres mil metros
sobre la cordillera de los Andes!
Ciudad entre la lluvia,
don su oculto pasado de barro y sangre turbia
rufianes llegados
desde Trujillo y Cáceres.
Aun siento el horror
del niño al mirar aquellas sombras
y las calles y todas las iglesias
de oro precioso, de granito,
mientras las casas de los hombres eran hechas de barro,
y llovía diez meses,
corría el agua
por quebradas hedientes, por las gargantas miles
cortadas casi a pico
-y los horribles dientes de la piedra-;
llovía todo el tiempo,
los árboles colgaban
como viejos abrigos
y eran todas las almas
donde ninguna estrella
podía reflejarse.

Tú has echado de menos
la ciudad a tres mil metros de altura,
mas no puedo culparte
porque tú la veías desde lo alto
y yo la contemplaba desde el vientre,
envuelto en ese olor de las orinas, del pasado.
las creencias.
o conocía a todos sus habitantes diarios,
sos feroces extremeños,
analfabetos, soñadores,
que luego mandarían levantar sus castillos
donde nunca vivieron, pues todos fueron muertos,
apedazados de distintos modos,
por obra de la sífilis,
o por sus enemigos,
simplemente olvidados, porque el sol de los páramos,
enfermo, calentaba mejor que en esas tierras
de Extremadura.

Yo no quiero volver a lomo de un caballo
al Pasado misérrimo,
porque todos los seres de los Andes se mueven
con la cuidada lentitud
de los muertos.

HIMNOS

Por qué invocaron, oh dioses sombríos
que guardáis la alameda?
¿Qué sois ahora, cuando el sol declina
y la cansada muchedumbre
enmudece? Quién sabe
de qué helada paciencia se nutrieron
las manos del artífice.
Aquí, ya ciega la piedad, observa
desde la eternidad el vano sacrificio.
Oh, qué variable
es el alma del hombre v cómo necesita
de este refugio inútil, y cuando se alzan
las tumbas de la muerte!
Hasta ayer, la sumisa criatura
cantaba vuestros goces y ardiente suplicaba;
creía en el amor y la esperanza,
si bien los concebía con dones gratuitos
que vosotros confiábais a las almas más débiles;
mas, qué decir al hombre envejecido
que se ha sentado a contemplar el paso de los días!

(9-IV-65)

Jamás levantaré los ojos hacia el lejano límite,
porque la prueba soportada fue terrible.
Dejaré de soñar: en cada nuevo sueño
Sólo hay un raro instante de placer...
después, en la caída
los pies sufren la carga de mohosas cadenas
y despertamos
con la infinita hartura de las fechas que ruedan,
-en la imaginación, un rostro,
es la última visión de una mujer gimiendo
por la causa de los seres inútiles.

(6-IV-65)

Es posible que, entonces, más cruel en leja noche,
vuestro orgullo deshecho
prepare las atroces, las supremas torturas!
Tan pequeño es el mundo o tan grande el amor
que a su más leve inclinación, el alma
sienta que todo la aprisiona
o que toda barrera es una nube
que traspasa la flecha envenenada!
Ardiente es la respuesta:
en el hielo, la brasa y el gemido!

(9-IV-65)

Cando ha dejado de llover, los álamos
adquieren un verdor casi increíble. Sobre la tierra húmeda,
más negra aún, se ha tendido la sombra trasluciente
del sol y en el camino,
tu presencia es más dulce que el milagro
abierto ante mis ojos, como un sueño que cesa
y transformado en realidad,
conserva todavía esa tan breve, sutil, casi inaudita
trasparencia que tienen
los objetos más puros en el cuenco de un sueño.
Oh qué inmensa alegría
verte llegar,
después de tantos días de lluvia!
No has pronunciado una palabra; escuchas,
escuchas con pasión nuestros pasos debajo de las ramas
y ni siquiera piensas en ti misma...
Eres el agua que se da en humilde
entrega, la oración
compartida,
antes que el viento en su alular presagie mi agonía.
Apenas deje de volar la tarde murmurante
y cien alas respondan la invocación de los árboles
te llevaré hasta mi alma.
Mas nada ahora
acucia nuestros labios: son tan grandes
las palabras de amor dichas sin prisa
en el mundo imposible de la noche!
Oh Dios mío, qué bellas son las manos de los hombres,
cuando al simple contacto
saben decir
toda la vida en ellas retenida v la esperanza!
¡Qué puras son las manos
que saben ocultar el llanto y el estremecimiento
cuando los días cruzan
corno nubes de cinc y las palomas azules
revolotean tristes y mueren en el cieno!

(8-IV-65)