EUGENIO MORENO HEREDIA
(Cuenca, 1925)
TESTIMONIOS
Hay que ver cuanta maravilla
palpita sobre la tierra.
Con un viento estremecido de gozo
los árboles anuncian las tempestades,
trinos y abejas
bajan por sus ramas hasta la soledad de las raíces.
Las ramas sumergidas en el día
sienten, con los ojos cerrados, el movimiento de los mundos
y con su garganta dan golpes de asombro en el vacío
Los alcatraces vuelan muy bajo al amanecer,
nos miran con su ojo de Jehová terrible
y el viento de sus alas mueve lentamente
la barba de los pescadores dormidos sobre sus navíos.
Un crepúsculo, en algún lugar del mundo,
algún otoño bajo los pinos,
vi una ardilla perderse en el cielo gris de octubre;
¿tal vez soñé? ...
¿Tal vez viví? ...
Algo nos quieren decir los grandes ríos,
yo me detengo junto a sus piedras
y creo haberme perdido ya muchas veces
y bajo por sus aguas
naufragando en la más hermosa unidad y armonía.
Oh tierra que nos desbordas de amor
cómo quiero entenderte y no abandonarte jamás.
Desde la alta cordillera bajé al mar
y enmudecí de gozo.
Algunos años estuve oyéndole
noche a noche, inmóvil y reverente;
pero apenas he comprendido una sílaba de su eternidad
y he sentido envidia del entendimiento de las gaviotas.
En la playa, al final de la marea
las estrellas marinas agonizan con estremecimientos
que nos parecen breves desgarraduras del tiempo
y son milenios en las honduras siderales.
Inclinado sobre ellas
he sido transportado al espacio
como el más brillante de los astronautas.
En los ojos de cielo nocturno de los asnos
he leído el mejor libro de poemas
y los conejos tiernos me han estremecido de alegría
como no la he sentido ante el mejor cuadro
o la más bella sinfonía.
Los niños oyen extrañas voces y latidos en su alma,
en las noches sin sonidos de agosto,
ellos, alegres, quieren alcanzar la luna con sus manos
mientras los sacerdotes
se entristecen pensando en "el más allá".
Huele poderosamente la tierra
y la lluvia y el granizo bajan oliendo
a electricidad y cataclismos.
El aire de las mañanas
huele a bosques distantes y venados
y nos trae el olor de los leñadores.
El viento de las tardes trae el olor de las alcobas
donde duermen las mujeres desnudas
yo percibo el aroma de sus cuerpos tibios
y los recorro con mis antenas amorosas,
como hice cierta vez, gozoso, por algunas islas.
Huelen los árboles, incluso los más lejanos,
huelen los niños que acaban de nacer,
huele el vaso de agua después de la lluvia,
huele la piel de toda mujer,
todo tiene su olor oculto o desbordado
y la muerte debe llegar oliendo también
con un aroma del cual
ya nunca podremos dar testimonio.
(De Poesía)
LOS MENDIGOS
Yo los he visto, van por los caminos,
cruzan los días, cruzan los inviernos
conocen las ciudades y las puertas,
la voz que niega y la respuesta amarga.
Yo los he visto, todos son iguales,
el rostro de ceniza y ese idéntico
olor de la pobreza que nos engaña.
Llevan un tiesto oscuro entre las manos
herido de dinero y negaciones,
llevan puestos los trajes de los muertos
y una aguja oxidada que encontraron,
llevan hilo, centavos y botones
y un hueso comenzado en los bolsillos.
A nadie buscan nadie los reclama,
sin embargo golpean en los muros
y en las puertas abiertas y cerradas.
Amo las aguas verdes de tu simple bahía,
sus peces diminutos y alegres como niños,
amo ese aroma tibio de tus huertos,
su musical atmósfera de abejas y de pájaros,
amo a tus alcatraces porque ellos como yo
te cantan de alegría,
amo al lobo marino que husmea receloso
por el negro basalto de tus acantilados,
y la tímida iguana que nace por la noche
y en la mañana encuentra que la vida es tan bella.
Aun para dormir ya para siempre,
quisiera que suceda en Santa Cruz,
que me dejen tendido sobre la playa fresca
con los pies, en el mar;
creo que aún de muerto estuviera escuchando
la marea y el viento
y en las tardes sintiera llegar las tempestades,
hasta que al fin mis huesos se diluyan
en la arena del mar.
A esa pobre negra que pregona
una flor de papel que nunca vende,
al soldado y su abrigo de cien años
remendado por dueños sucesivos.
Yo los he visto, los he palpado,
conozco el traje herido que no cambian,
quemado por el sol y las heladas,
los he visto mirar desde alma adentro
y alguna vez los vi llorar, recuerdo,
se enjugaban las lágrimas, temblando
con el revés de sus dos manos sucias.
Yo los he visto, los conozco a todos,
los he visto en caminos y ciudades,
huelen a perro entre la lluvia, huelen
a frío, a pena v hambre,
a mala noche, a lágrimas, a nada.
He contado una historia de mendigos,
es una simple historia que conozco.
He contado una historia de mendigos
v me duele la voz, creedme hermanos.
(De Poesía)
BALTRA
En qué noche de altas mareas y de monstruos
violando el gran sello nocturno del océano
surgió desde su fondo tenebroso
tu silueta de amarga soledad.
Recinto del silencio...
Catedral donde el viento y la brisa marina
sollozan un eterno responso
con flautas de basalto
en turbios pentagramas de arena calcinada;
de ti huyeron los dioses
en la primera tarde de maremotos lilas.
Fragmento desolado de la patria,
mi sangre se estremece de asombro al contemplarte
y escucho que en mi voz corre un río de luto.
Ahora, frente a ti, siento el fin y pronuncio
¡soledad!...
Y creo que en el fondo de tu calma absoluta
sólo están palpitando mi corazón y el mar.
Hombres duros del norte llegaron a tus playas,
no fueron pescadores ni labriegos,
eran agrios soldados que estrujaron la patria,
no trajeron la línea azul de la plomada,
ni el jardín de la casa creciendo en la memoria,
no trajeron el bote, ni el arpón, ni el arado,
ni el hijo, ni el hogar, ni la semilla;
vinieron torvos, acechando, odiando;
a construir refugios y fortines.
Arida y dilatada comarca ecuatoriana,
paraje triste de la soledad,
sólo el polvo transita tu playa abandonad
y el viento mueve a veces las ventanas
dando un lejano adiós a las gaviotas.
En dónde está la vida,
dónde el rumor alegre de la sangre,
en dónde está la huella, el pie del habitante
la camisa del hombre secándose a la puerta
la cruz bajo la cual
los muertos oyen palpitar la tierra;
siquiera el testimonio de las lágrimas.
Nada hay en ti, ciudad abandonada,
aposento final del tiempo envejecido,
sólo a ti llega el polvo de siglos y de climas
y en huracanes turbios y en espesos oleajes
la muerte llega en tumbos a tus foscas riberas.
Baltra, oh abandonada,
perfecta estancia en soledad.
No hay el muelle aguardando con una mano amiga
los ojos desolados del marino,
no hay la muchacha, la canción, el vino;
hosco basalto hiriente
podrías ser tan sólo cementerio
de náufragos que llegan a tus playas
desde una antigua tempestad nocturna.
En dónde está la vida, el fruto germinando,
el árbol que aún tenga las huellas de las manos,
el olor del cansancio del hombre entre su sombra,
en dónde está la voz del campesino
invocando a la lluvia,
en dónde está el hogar, el humo cariñoso,
en dónde está la red del pescador,
su canción dónde está,
en dónde la balandra;
sólo un viento reseco de muerte te circuye,
islote abandonado;
por tus acantilados las tortugas
caminan en cien años a la muerte.
Baltra, oh abandonada,
oh isla pura de la soledad.
Bajo a tu playa y miro
y quiero ver el punto luminoso
del velero que llega,
escuchar que alguien diga a mi costado
que viene alguno más,
que viene a Baltra.
Pero el mar está solo bajo un cielo de fuego
y hay una voz eterna surgiendo de su fondo,
diciendo que ya nadie vendrá,
ya nadie a Baltra.
Tan sólo el alcatraz repite su caída
queriendo oír al fondo del océano
yo no sé qué oculto llamamiento.
Y cruzo por tus playas desoladas,
extendidas sin fin, sin Dios, ni nada
y a cada paso mío me responde
únicamente un tumbo del océano.
Esta isla camino yo, habitante
del huerto y del arroyo,
yo que he visto naranjos florecidos
y dorarse por junio los trigales.
Entonces cómo amarte
isla de soledad ilimitada;
aquí no está el mar de las canciones,
de los encuentros y las despedidas,
no es el mar jubiloso con sus muelles
y ese secreto encanto de charlar en voz baja
arrimado a las viejas maderas viendo el agua;
aquí no estuvo nunca el pescador
con su barba salada
inclinado en las tardes remendando sus redes
sólo fechas y nombres extranjeros,
sólo la firma triste del soldado
que huye de la muerte
escribiendo su nombre en las paredes;
que se despide en la pared, de todos.
Oh desolada Baltra,
en ti no crecerá nunca el arbusto,
la verde sementera, la magnolia,
nunca habrá la vertiente,
la sed de la gacela en el verano,
no habrá la voz del hombre pronunciándote,
bendiciéndote el día de la siembra,
no habrá la voz del hombre haciendo vida,
sino el oscuro grito del soldado.
Ya nunca más serán en ti mis pasos,
borra mis huellas de tu playa triste,
vuelvo hacia donde crecen los naranjos,
vuelvo a mi casa anclada frente al río;
Baltra, abandonada,
islote triste de la soledad.
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