AUGUSTO SACOTO ARIAS
(1907-1979)
ENCUESTA A LOS PUNTOS CARDINALES
Nadia:
El corazón me salta como un grillo
ante tus ojos que inauguran un kindergarten de luceros,
ante el alegre aturdimiento de las magnolias enfermeras,
ante la gran revista azul del alba
que desde el primer día se ha coleccionado
en la biblioteca de los ángeles.
Pero olvidémonos de todo
mientras te dicte las preguntas
de una encuesta a los Puntos Cardinales.
¿Por qué en los mares de la China
todavía los peces de colores
hacen soñar a los grumetes en que cada ola es un frutero?
¿Por qué toda pantera ciega
es solamente una acuarela?
¿Por qué el dueño de un huerto
en el último junio les dijo a las naranjas
que su mayor edad les permitía elegir cualquier clima?
¿Por qué los poetas pequeñitos de las ciudades
de Groenland
nunca nos han contado
que los tiernos ojos de las nutrias
son los últimos restos de sus leyendas de algas?
¿Por qué hasta hoy
ningún delicado historiador israelita
quiere descubrirnos la partida bautismal de la uva?
¿Por qué el mar condenó a los caracoles
a radiodifundir eternamente
la canción de las olas expatriadas?
Pero es inútil llegar con esta encuesta
basta la paz crucificada
de los cuatro Puntos Cardinales.
Hay que olvidar todos los mapas
donde se orienta la Ternura,
hasta que en las gargantas encendidas
no madure el diamante de un nuevo himno...
Arrecia todavía
la lluvia amarga que no se predice en ningún calendario,
y que, sin embargo, es la historia íntegra
de cada estación de nuestros ojos.
Acaso mañana mismo, Nadia,
ya no podrá saludarnos el pordiosero de la esquina,
porque este instante se le agota la tinta ideal de su pupila
del mismo modo que en tu pluma-fuente.
SISMO
(fragmentos)
A Joaquin Gallegos Lara
La ciudad tambaleaba.
La ciudad tambaleaba.
Hasta que por el Este -punto cardinal único en el atlas sencillo
de la alondra-,
arremetiendo el sismo con sus sierras tremendas:
rasgó los boulevares,
rasgó las avenidas,
rasgó los 7 parques, que ávidos esperaban el domingo de
atriles.
Esbeltas torres góticas
estaban ya tronchadas
con un destino análogo al de los girasoles.
Las torres de la radio
estaban ya tendidas
pero hermosas y enérgicas
sus antenas clavadas en la Tierra jadeante
balbuceaban aun la señal de socorro.
Y la ciudad magnífica
que hace sólo un minuto
parcelaba
su pradera de lámparas
ya era la dueña loca
de un bosque de alaridos y red fluvial de llantos.
La tierra
-con gemelo paladar de pantera-
devoraba tumultos,
¡se hartaba de tumultos!
Una ancha grieta ahogaba
al fondo de su entraña un batallón de niños extraviados.
Y era imposible hallar un resquicio de aire
ausente de amenaza,
si era el mismo aire negro
un polen de exterminio que venía de lejos.
Bajo el diluvio de adoquines
tropeles de mujeres
caían para siempre.
Y en ninguna estadística de lágrimas
se sabría más tarde:
Si eran madres de unos marineros
que a los 20 años injertaron la rosa náutica en su pulso
o de bomberos ágiles
que al litoral soldaron su destino por el ardiente filo de sus hachas
o de recios brequeros
que a cada campanada iban dejando un cardenal en el paisaje
o quizá de artilleros pastores de granadas por los diáfanos
altiplanos del cielo
o quizá de mineros
que nunca vieron aclararse el color de sus caras.
Unas mujerzuelas rubias,
en uno de los pórticos ilesos,
amanecieron dulcemente muertas junto al sueño de un niño,
cada una,
como en aquel capítulo de un drama imaginario
en que de pronto
la viruta de un beso envolvió en llamas una villa.
Los ángeles dejaron
seguramente
en una escalinata del Asilo de Ciegos
el epitafio de un jacinto.
Porque hasta allí -apenas- llegó la huida
de los niños ciegos,
que gastaron sus yemas en los textos de Braille
sin descubrir ese alto relieve de las rutas
y acaso habrá nevado un epitafio análogo
en el sitio
donde una niña de cabellos rojos
sucumbió por salvar a sus muñecas.
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Cuando franqueaba el Alba
la frontera del valle
enseñando su cédula dorada a los mirlos guardianes
todos
se atropellaban
en una inútil búsqueda de perfiles amados.
Nadie logró decir:
miradnos!
he aquí nuestra familia, intacta!
he aquí la sonrisa que fue el vértice dulce
de la azul perspectiva
que a la hora de la cena hacían los manteles.
Sabía cada cual:
que la más tierna rama de su genealogía
se enterró para siempre
debajo de unas grises columnatas de piedra,
debajo de unos bellos adoquines de mármol
que
al triunfar los torsos gráciles de las novias
estaban ya tatuados
de ese jaspe escarlata
con el que siempre habían soñado en la cantera.
Allí, esos habitantes
expulsados
de uno de los colores inefables del mapa,
cómo se despedían de esos bienes minúsculos dilectos:
sortijas y retratos
que a través de equinoccios
iban multiplicando el peso de los cofres.
Y cómo renacía en su memoria
la ciudad de los tristes ambulantes fotógrafos
que invadían los parques
buscando en las pupilas de todas las niñeras
la sepia de ternura que le saltaba a su alma.
Tan sólo alguien besaba
una leve sortija
que vivió sepultada entre unos bucles pálidos
desde uno de esos siglos que se nubló de valses.
Y cómo pugnaban por ahogar sus sollozos
ese escultor
que había huido
dejando a medio burilar el pezón de una estatua;
también un arquitecto
que no pudo salvar su cartulina última
donde creó entre sueños
un estilo tan ágil
como para obtener el elogio del grillo;
también ese pintor
que no llegó a besar unas pupilas de óleo;
y también ese músico
que le dejó dormida a la ninfa de una ópera
a la sombra de un tierno arbusto de bemoles.
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A lo lejos
las banderolas de los labios en cruz
-en el convoy de la Cruz Roja-
eran las solitarias transeúntes del paisaje.
Y la ciudad ya inerte, que nació
del alegre silbido de un arcabucero,
quedaba en la memoria azul del mapa.
En aquel paralelo
-ya firmada la alianza con la Tierra-
seguirían:
minando esa bacteria del estío
la salud de las dalias,
y la caldera de los trenes atizando la huida de los pájaros,
y engordando la luz en las aldeas.
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